Our Most Merciful Redeemer, after He had wrought salvation for mankind on the tree of the Cross and before He ascended from out this world to the Father, said to his Apostles and Disciples to console them in their anxiety, "Behold I am with you all days, even to the consummation of the world." (Matt. xxviii, 20). These words, which are indeed most pleasing, are a cause of all hope and security, and they bring us ready succor whenever we look round from this watch-tower raised on high and see all human society laboring amid so many evils and miseries and the Church herself beset without ceasing by attacks and machinations.
For as in the beginning this Divine promise lifted up the despondent spirit of the Apostles and enkindled and inflamed them so that they might cast the seeds of the Gospel throughout the whole world; and ever since it has strengthened the Church to her victory over the gates of hell. Our Lord Jesus Christ has been with his Church in every age, but He has been with her with more present aid and protection whenever she has been assailed by graver perils and difficulties. Remedies adapted to the time and circumstances are always supplied by Divine Wisdom, who reacheth from end to end mightily, and ordereth all things sweetly (Wisdom viii, 1). But in this latter age also, "the hand of the Lord is not shortened" (Isaias lix, 1), more especially since error has crept in and has spread far and wide so that it might well be feared that the fountains of Christian life might be in a manner dried up where men are cut off from the love and knowledge of God. Now, since it may be that some of the people do not know and others do not heed those complaints which the most loving Jesus made when He manifested Himself to St. Margaret Mary Alacoque and those things likewise which at the same time He asked and expected of men for their own ultimate profit, it is our pleasure to speak to you for a little while concerning the duty of honorable satisfaction which we all owe to the Most Sacred Heart of Jesus...
Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»(Mt 28,20). Voz dulcísima, prenda de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida. Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad» (Sab 8,1). Pero «no se encogió la mano del Señor» (Is 59,1) en los tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios. Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús...
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